Un niño jugando con su triciclo en la banqueta de eje central, un hombre solitario con el periódico en mano en el Paseo de la Condesa, y sobre éste en mis recuerdos; un hombre fumando mariguana a las dos de la tarde. Doblo a la derecha y dormido en la calle, frente a Museo Nacional de Arte, un vagabundo. Los sonidos de la ciudad se tejen unos con otros. Camino unos cuantos pasos y miro a una mujer persiguiendo a un hombre (rechiflas, gritos), los comerciantes afuera de metro Allende piden a los transeúntes que lo detengan, pero nadie hace caso, todos siguen su camino, ignoran las voces, la mayoría consume sus propios pensamientos. Excepto yo, estoy ahí en todas partes; en el cansancio de la mujer que lleva cerca de siete horas ofreciendo lentes, en la música que tocan los invidentes para su espectáculo vespertino, en los susurros de los chacales de Santo Domingo -facturas, invitaciones, credenciales, títulos , qué buscaba güerita y al decir esta palabra su mirada se torna lasciva. Uno, dos, cinco, diez son una plaga. Hago el intento por regresar a esos días en los que podía hacer de la ciudad mi templo, pero no puedo, tengo hambre, sed, no, más sed que hambre. Quiero llegar a casa, ni si quiera voy a la mitad del trayecto. Tengo sed, hambre, quiero llegar a casa. El no lugar dejó de ser mi espacio de escape, no creo más en la magia del no lugar, a partir de hoy coloco al no lugar en su estricta definición. Pero qué estoy diciendo, de qué hablo (si al releerlo puedo observar lo que nadie más puede ver) el desencanto, la inocencia, el hastío, mi propia intolerancia. -Y disminuyendo mi tono de voz, me repito: mi propia intolerancia. Abro los ojos, finalmente hallé un lugar para resguardarme de mi locura, el edificio es viejo pero hermoso, la banca sobre la que me recuesto es vieja pero hermosa. Cierro los ojos inhalo profundo imagino el olor a caoba, a roble, a maple. Ya no estoy aquí, estoy del otro lado.
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