Abrir una lata,
alimentar al perro, peinarme, pintarme las uñas y tirar la basura, sentirme
miserable, calmar mi ansia ingiriendo chocolates, luego mezcal, consumir una
botella, luego otra, otra, perder el conocimiento, perder el control de la
situación, desmallarme en medio de la sala, que mi vecino toque a la puerta y
yo no responda, que el perro ladre, que yo no responda, que esté seguro que estoy adentro, y yo no responda, que se
piense unos veinte minutos si entrar por la azotea, que lo haga, que llegue a
la sala y me encuentre tirada en el suelo, pálida, que me despierte zangoloteando
mi rostro consciente de que he bebido botellas y botellas, que me recueste
sobre el sofá y me cuente un cuento de Chejov, que yo le hable cuando está a
punto de terminar El pabellón número 6, que él me sonría, que me estreche tiernamente
entre sus brazos y bese mi frente, porque Miguel me ama, me ama estúpida y
apasionadamente desde el primer día en que me conoció.
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