martes, 28 de octubre de 2008

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La armadura me cubrió de pies a cabeza, se caló en mis huesos, y después de unas horas me derrumbó.
Una estancia diminuta y asfixiante pintada con cuerpos desnudos, trazos arrebatados; un aroma poco natural semejante a lo desquiciante de mis miedos. Mi cuerpo se convirtió en uno más; sus manos recorrían mis hombros, pero yo ya no conocía de caricias; su respiración era la traducción de mi agonía.

Tiró unas cuantas monedas y yo accedí recogerlas, me arrastré por el piso empapado en tinta con el alma hecha trizas, una a una las letras en mi espalda resbalaban siguiendo esa línea que divide a mi cordura de mi alucine. Mis dedos fríos y temblorosos apenas y pudieron sostener los centavos; yo lloraba y él no dejaba de poseer mi esencia; yo me desintegraba y él no dejaba de carcomer mis débiles sentidos.

Tras la estancia dos, se hallaban pedazos de deseos suspendidos por globos azules, que a su vez estaban vigilados por una manta blanca que nublaba la noche. La concepción del universo era cuestión de sintonía y ésta se había desbaratado con el andar del tiempo.
El miedo era el mismo, con la diferencia de que ella estaba ahí. Con ella a un lado, la mirada de aquel demonio no podría atacarme; mi corazón latía rápidamente. Una vez en la azotea, mi latir se estabilizó; entonces tomamos las alas, miramos la luna y decidimos dejar nuestro vuelo para otra ocasión.

Al bajar no tuve opción, entré al cuarto y me impresionó lo grande de las siluetas, formando diálogos en las paredes. Entonces me pidió mi mano, le sonreí y nos acercamos a la ventana donde observamos como nuestros deseos tomaban un rumbo desconocido. Al dar la vuelta, aquel demonio estaba ahí, taladrando la piel de un nadie, acechándome, controlando mis movimientos.

Ante la furia del demonio, me paralicé; comencé a sudar, pero ella no soltaba mi mano. El demonio se acercó e intento tocarme, luché fuertemente para que no rozara ni un milímetro de mi piel pero fue vano el intento. Ella en cambio se limitó a mirarlo, sus ojos eran más negros y salvajes que de costumbre, atacaba al demonio invadiendo sus pensamientos. Finalmente el demonio huyó y dejo el lugar únicamente para nuestras sombras. Ella tiernamente tomó mi rostro, cerró los ojos y me besó. El performance había terminado.

Su mano y la mía no hallaban como despegarse, caminábamos así entre las proyecciones de una vieja vecindad, buscamos el lugar más oscuro y comenzamos a jugar (yo le acariciaba el rostro, ella mi vientre, yo pasaba mis labios sobre su cuello, ella buscaba la forma de colarse por mi ropa).

Minutos después llegó un desconocido, el juego terminó y en su lugar subimos aquellas escaleras como con dirección al infinito, la vista era gloriosa y el viento soplaba con ganas de llevarnos. Fue cuando decidí arrancarme los jirones de armadura y hacerme ligera, nos colocamos las alas y nos confundimos con la noche.


Fue la azotea roja de una cantina underground el escenario de nuestra partida ...


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